Vivimos en un mundo donde la gente se precipita, sin mayor cuidado, a cualquier situación. Y es que si no nos apuramos, se nos pasarán las oportunidades y las perderemos. Así que, seguimos frenéticamente el patrón que nos dicta el mundo, e ignoramos el hecho que Dios nos ha llamado a actuar de forma diferente. La productividad no es un pecado, pero, cuando se trata de lo sagrado, Dios nos ordena a proceder con mucha precaución. Otros, quizá vean estas cosas como ordinarias, pero nosotros no podemos, ni debemos hacerlo. Mientras que otros juzgan apresuradamente las obras de Dios y cuestionan sus mandamientos, nosotros debemos ser cuidadosos hasta para pronunciar su nombre. No somos de los que debaten irresponsablemente sus obras, o la falta de ellas; en lugar de ello, oramos: «Santificado sea tu nombre» (Mateo 6:9; Lucas 11:2). Mientras que otros se precipitan en la oración, demandando cosas y vociferando su opinión, nosotros nos acercamos a su trono con reverencia, porque, así como el sumo sacerdote entraba al Lugar Santísimo, de la misma manera debemos tratar la oración; como sagrada.
«Cuando fueres a la casa de Dios, guarda tu pie; y acércate más para oír que para ofrecer el sacrificio de los necios; porque no saben que hacen mal. No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras. Porque de la mucha ocupación viene el sueño, y de la multitud de las palabras la voz del necio». Eclesiastés 5:1-3
No sé si lo has notado, pero, los jóvenes hablan con tanta prisa que hasta abrevian palabras para poder escribir la máxima cantidad por segundo. Este mundo habla de manera rápida y fuerte, y nos tienta a hablar aún más rápido y a gritar mucho más fuerte para ser escuchados, pero debemos evitar caer en esa tentación. La Biblia es clara: aquellos que hablan mucho, pecan mucho. No deberíamos creer que necesitamos pecar para tener una mayor influencia.
«Por esto, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse». Santiago 1:19
«En las muchas palabras no falta pecado; mas el que refrena sus labios es prudente». Proverbios 10:19
Confieso que no siempre he tratado a la iglesia como sagrada. Pasé años de mi vida haciendo «lo que fuera posible» para obtener la atención de la gente. He sido parte de las millones de personas que se apresuran a hablar, sin estar seguro si mi opinión es correcta. Pero, en estos últimos años, he pasado mucho tiempo llorando en la presencia de Dios, confesándole mi arrogancia.
Una parte de mí quiere dejar de hablar acerca de las cosas que son sagradas para Dios. En varias ocasiones quise dejar de escribir esto. Realmente llegué a pensar en borrarlo en lugar de publicarlo, porque me sentía más seguro al quedarme callado. No solamente me hubiera ahorrado toda la crítica que voy a recibir, sino que además me protegería de hablar erróneamente de Dios. Sin embargo, esta forma de pensar dictamina que, si te quedas callado, nunca pecarás. Y, aunque no pretendo igualarme al profeta del Antiguo Testamento, cuando pienso en las cosas que Dios ha depositado en mi corazón, me encuentro en el mismo dilema que Jeremías. Dios le había dado palabras muy fuertes para transmitirle a su pueblo y, aunque Jeremías deseaba no decirlas, no pudo.
«Pues la palabra del SEÑOR ha venido a ser para mí oprobio y escarnio cada día. Pero si digo: No le recordaré ni hablaré más su nombre, esto se convierte dentro de mí como fuego ardiente encerrado en mis huesos; hago esfuerzos por contenerlo, y no puedo». Jeremías 20:8-9
Reflexiona en esto: ¿Cómo trato la iglesia y las cosas de Dios? ¿Lo veo como algo sagrado? Si lo haría, ¿cómo se viera en mi vida eso?
*Adaptado del libro Cartas a la Iglesia escrito por Francis Chan